Textos de Adriana Fernández

CERCA

Caminando por las calles del barrio, observo sus casas antiguas con un estilo seguramente traído de Europa. Me llama la atención el color verde de las plantas. Pienso que la humedad del suelo y del ambiente hace que brillen los tonos con más intensidad contribuyendo al marco perfecto para crear el entorno misterioso de la historia que guarda la casa. Con el sonido musical de los pájaros, cuyas notas embriagan los oídos, permitiendo al alma crear la percepción del tiempo. -Del tiempo que esta presente, pero que antes, pasó por este mismo lugar.-
Así, caminando por Vergara, mi vista y mi imaginación quedan detenidas en la casa de la intersección con Puán. Su estilo fue moldeado al gusto de los alemanes que la edificaron, construida en forma de ele, haciendo que todas sus ventanas reciban la luz. Y me las imagino abiertas, con el sol iluminando los ambientes de madera hachada, dando, más aún, la calidez deseada.
Cuando los dueños se fueron, estimando los años 1950, la compró el Gral. Silva, amigo de Juan Domingo Perón, al que solía invitar para que disfrute en ella del descanso ideal. Parece que lo veo a don Juan Domingo, sentado en el jardín, observando a lo lejos el mar, ya que no había edificación que se pudiera interponer entre su mirada y el paisaje.
…. Lo veo a don Juan, pensando en lo bella que es la tierra de su patria … y me siento cerca, como aquélla vez que quise llegar hasta el cajón de su última morada, para saludarlo. Y en este recuerdo te evoco, General, por fin, te tengo cerca.

LA CASONA DE LOS ABUELOS

Ladrillos viejos, llenos de recuerdos; nombres grabados en ellos; seres que plasmaron su pasaje por la casa.
Casa de paredes altas, habitaciones grandes, pasillo en ele. Las flores, el perfume del verano, las arañas pollito caminando por los techos, la flora y la fauna toda, enmarcando el lugar.
En el centro, la bomba y el agua tan fresca y pura saliendo de ella. En el silencio de la siesta, el sonido de los pájaros, el murmullo de las gallinas quejándose, pidiendo sombra.
Si cada ladrillo hablara ¡cuánta historia contaría! Tíos, primos, amigos, vecinos, visitantes furtivos: todos eran bienvenidos.
Todos caminaron por los pasillos. Todos rieron; todos lloraron. Todos se fueron, ¿qué pasó que no se quedaron? O tal vez no los veo y están caminando, y en aquellos ladrillos se van apoyando... buscando su nombre, trayendo el pasado, acariciando la historia inmortal que no los ha callado.

EL NIÑO Y LA CUERDA

El niño iba caminando por las calles del pueblo, que tenía mucha vegetación; plantas con hojas de formas desconocidas.
En el departamento donde el niño vivía, solo había un potus y un helecho y cuando iba la madre a la verdulería, había perejil en un vaso, lechuga o acelga en la heladera. Hasta ahí conocía. Claro que en otoño, recordó: “Cuando los árboles pierden sus hojas, las voy pisando. Las hay de todos los tamaños y formas, pero eso es solo un período transitorio. Ahora las tengo aquí, son muchas ¡y parece que me hablaran!
-Niño incrédulo ¿Qué haces aquí? ¿No tienes miedo? ¿Mira que tenemos poderes desconocidos por tí?- escuchó. - ¿No nos crees?
Y mirando de soslayo, el niño siguió caminando. Era llevado por la magia de la hora de la siesta. Ah... la hora de la siesta en los pueblos es mágica. Tal vez por eso las plantas se quieren comunicar, porque cuando cae la tarde se rompe el encanto y solo se comunican las sombras. Así siguió el niño por la calle principal hasta la Parroquia. Empujó la puerta, pesada y ruidosa. Cuando estuvo dentro, llamó al cura o a alguien que pudiera atenderlo, pero solo lo envolvió el olor a viejo y húmedo. El aire gélido lo fue empujando hacia la escalera que conduce al campanario y ahí estaban, las campanas, mustias y anquilosadas, con la cuerda dura y seca por el tiempo. Entonces Esteban pensó: “Esta es mi oportunidad. Si nadie me ve voy a agitar la cuerda para que suenen las campanas. Quiero despertar al pueblo, lo voy a sacar del letargo de esta siesta.”
Y así fue; se colgó de la cuerda y haciendo gemir las campanas, vio como el pueblo se acercaba a la Parroquia y comenzaba, a modo de procesión, a acompañarlo a su morada donde había una placa con la leyenda que decía: “Aquí descansa Esteban, fallecido el 8–01–1975 a la edad de 5 años.”

Mi calle

No sé si es esta tarde pálida, triste, llorosa que trae a mi memoria, insistente, la introducción de un conocido tango: “ Las callecitas de Buenos Aires tienen ese no sé qué… ¿viste?” Tampoco sé qué tienen las calles de mi barrio que me hacen sentir tan bien cuando las recorro, las gozo en los días de sol, las compadezco cuando llueve, porque se mojan, se embarran, pobrecitas, como las caritas de los pibes de las villas. Veo y reveo sus casas y siempre – ignoro a qué se debe este milagro – les encuentro algo nuevo, o algo diferente. Son otras los domingos también las calles cuando en el rutinario marco de mi existencia hago siete cuadras sin haber visto una sola persona, un solo vehículo. Y pienso: hoy a mi calle le falta algo. No es la misma. Nadie la transita. Sólo estamos mi sombra y yo. Sin embargo, siento que hay algo en el alma de mi calle, que quizás únicamente yo percibo porque no la recorro sin ver, sin pensar, sin soñar, sin esperar, sin comprender. Mi calle vive, como yo. Me acompaña en mis sentimientos momentáneos y en los permanentes, a veces tan distintos, incluso encontrados. Para mí, mi calle es mi vida: la transcurro, avizorando el final, acortando el paso para que tarde en llegar, pero sabiendo que inexorablemente, me conducirá a mí destino.
Teresa Sánchez